domingo, 25 de enero de 2015

“Corraleja sin muertos no es corraleja”Si

Sin sentir culpa ni remordimiento, esta mujer lleva a su niña de brazos a la corraleja. 
Los niños van a la corraleja a aprender de nuestra cultura”, grita la mujer de camisa y jean que carga a su hija de dos años.
-¿No le parece riesgoso estar con esa niña de brazos en un lugar como este?” - le pregunta el reportero en medio del ruido de la corraleja, donde es imposible mantener un diálogo si no es a los gritos.
-Nooo, ‘mijo’ eso aquí es normal, mira cómo hay el poco e’ pelao andando por allí”- responde, mientras señala con el dedo índice los palcos.
De fondo, la música de las bandas que se ubican en los palcos parece no detenerse nunca. En la arena un puñado de hombres sudados y con varios tragos de ron en la cabeza se preparan para enfrentar al primer toro de la tarde en las corralejas de Ciénaga de Oro, Córdoba.
La presencia de niños en los palcos, pero también de hombres borrachos en el redondel, es una bomba de tiempo en estas estructuras de madera que a diario reúnen a 10.000 espectadores.
“¡Le ejfondó la pierna!”, grita una mujer que lleva los labios pintados de rojo y luce enormes aretes.
“¡Nombeee…lo cogió por las bolas!”, le responde otra que luce un sombrero vueltiao para tratar de protegerse del sol de las cuatro de la tarde.
Licor y sangre. La gente se levanta, grita, bebe ron y baila con más energía cada vez que un espontáneo es corneado. Por lo menos esa es la sensación que se percibe cuando Mariano Usta, uno de los 35 heridos de los cuatro días de corralejas, queda tirado en la arena.
Finalmente tres hombres corren hacia donde está Usta y logran sacarlo.
“Nunca me van a convencer de que esto es cultura, esto es un desorden, mujeres con niños en brazos buscando que algo les suceda, no hay forma de controlar a los borrachos, las peleas abundan y llega mucho ladrón”.
La frase es lanzada por una intendente de Policía a otro uniformado, que por su oficio, deben permanecer en la corraleja.
Y apenas la escucha Sebastián Agresott, defensor de las fiestas, le explica que esta tradición que viene de varias generaciones es herencia de romanos y españoles. “Súmale los empleos que se generan”, le agrega a la uniformada.
“Si al ruedo entraran solo profesionales y no la cantidad de borrachos que se meten a exponer su vida y además, que se prohíba la entrada de menores de 12 años”, comenta la intendente, sin tratar de llevarle la contraria a su interlocutor.
A las cuatro de la tarde ya las 10.000 personas atiborran los palcos. La mayoría pagó los 25.000 pesos para entrar, pero muchos se han “volado” rompiendo las tablas ubicadas debajo de los palcos sin importar el riesgo que corran ellos y los espectadores ya ubicados en sus puestos.
A esa hora los payasos pasan con megáfonos promocionando las ofertas de los almacenes más populares, pero también, el saludo para los políticos y las autoridades del municipio que por lo general patrocinan los pasacalles colgados en los palcos o en las mantas de quienes se lanzan al ruedo.
Al mismo ritmo que pasan además los vendedores de cerveza, ron y papas fritas, lo hacen esta vez los primeros heridos de la fiesta. Estos últimos recorren los palcos pidiendo monedas, en especial a los dueños de los toros.
“Es que esa hazaña vale plata, ellos sienten orgullo mostrando sus heridas para que los premien”, dice un hombre regordete que no deja de pasarse un poncho por la frente para secarse el sudor.
Los gritos vuelven a escucharse. Esta vez no es otro herido. Es el quinto toro que sale. Y ya en el redondel el veterano Julio Mendoza logra clavarle un par de banderillas al animal, ‘hazaña’ que a este hombre le representa unos pesos.
La tradición indica que apenas eso pasa, el ‘héroe’ se acerca al dueño de la ganadería de la tarde a cambio de 20.000 o 50.000 pesos. Es el precio de arriesgar la vida ante un toro de media tonelada de peso.
Mendoza recuerda que hace tres semanas murió en Cereté el reconocido mantero y capotero Olimpo Ramos Nisperuza. Se fue pobre y olvidado, viviendo de la caridad de sus vecinos.
“Es que en las fiestas de toro los que ganan son los ganaderos y los organizadores”, señaló el veterano en una entrevista radial algunos días antes de morir. Eso sí, hasta los últimos segundos de su vida defendió las corralejas, pero aceptó que es necesario hacer cambios urgentes antes de que el desorden alrededor de ellas termine acabando el espectáculo.
Mendoza explica que el quinto toro brindó un buen espectáculo porque además de dejarse poner las banderillas, no se paró un solo instante y estuvo unos cinco minutos persiguiendo a los espontáneos borrachos sin alcanzarlos.
Héroe por unos pesos. Óscar Hernández, que lleva veinte años recorriendo las corralejas de la Costa, dice que se necesita valentía para enfrentar a un toro. Él, que ha sido corneado en dos ocasiones, recuerda que la primera vez fue en Cotorra, cuando un toro lo hirió en una pierna. La segunda fue en Purísima cuando el animal le clavó un cacho en el estómago. Desde entonces ha menguado su ingreso al redondel, pero más por petición de su familia que por gusto propio.
El mantero Roberto Coneo comenzó a lanzarse a las corralejas desde los 15 años. Dice que para enfrentar al toro se necesita coraje. Él tampoco ha salido bien librado de la arena.
El año pasado resultó corneado en la espalda en las fiestas de San Carlos. “Yo no uso ningún tipo de rezos, ni tengo ningún pacto, pero sí hay compañeros que están ‘rezaos’ o se encomiendan a santos, creo que eso es bueno en esta profesión porque uno arriesga su vida, para que esta tradición y nuestra cultura siga adelante”.
La bulla en los palcos se prolonga y se mantiene por un tiempo, puesto que en la arena el sexto toro tiene a un caballo entre sus cachos, lo hiere en las patas traseras y no lo suelta. La emoción de los espectadores crece, hay gritos y la música no para. Finalmente el garrochero logra liberar al caballo que sale malherido.
Estuvieron buenas las corralejas porque hubo heridos, esas son las corralejas, si no, no sirven. Es que las corralejas sin muertos no son coralejas”, repite una y otra vez el hombre regordete con el poncho al hombro.

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